
Calor. Eso es lo que sentían en aquel lugar desalmado y sin pizca de decoración. Habían pasado de un mundo colorido a un gris y sobrio. El detective Papaya sudaba a mares, mientras el gamusino intentaba ubicarse en ese nuevo lugar. La zona de mantenimiento era un largo terreno lleno de edificios bajos, de tejados metálicos y paredes de ladrillo, dónde un sinfín de trabajadores, corrían para dejar el parque listo para los visitantes. Dos días, era el plazo que se había puesto el señor Cañadeazúcar para reabrir el parque, con las nuevas reformas y ahora, se le sumaba el problema de los animatrónicos que habían desaparecido. Las manchas de aceite en el suelo se extendían hasta una vieja puertezuela, dónde un hombre mayor tomaba el aire. Saludando con un leve gesto de cabeza, miró su mono de trabajo cubierto de aceite y preguntó:
– ¿Y esas manchas, señor? ¿De dónde viene usted tan manchado?
– Cosas del trabajo. Estamos habilitando los nuevos espacios para los animatrónicos y uno de ellos, se desmontó al completo. Si hubiese tenido mi caja de herramientas a mano, lo hubiésemos arreglado en un periquete. Pero me la dejé olvidada aquí y al final, decidimos acarrear con él hasta la carpa de circo, junto los demás. Era el Monstruo de Frankenstein. Ahora no aparece por ningún sitio, pero la que si que apareció en un lugar que no tocaba fue la caja de herramientas.
– ¿A qué se refiere?
– Yo la dejo siempre, a los pies de mi taquilla, pero esta mañana estaba aquí, en las escaleras, junto a esas manchas de aceite.
– ¿Qué podría echarle un ojo al interior de la caja?
– ¡Y tanto! Mire, mire. A ver si encuentra algo interesante y puedo hacerme rico. – Las carcajadas resonaron por toda la zona.

¡Cuántas herramientas había en esa caja! Y todas manchadas de aceite de motor. Incluso había un trozo de tela mordisqueado. ¡Un trozo de tela mordisqueado! No había duda que el Monstruo del Armario había pasado por aquí. Pero si que faltaba algo, algo importante, que seguramente usaban todos los días:
– Perdone, ¿y los clavos, tornillos, tuercas…? Es que no veo ninguno en la caja.
– ¿Cómo dice? Pero si tenemos una caja compartimentada llena hasta los topes. Déjeme ver. – Tras unos segundos, el hombre se secó el sudor de la frente. – Pues no, es cierto. Ha desaparecido. ¡Qué raro! Ayer estaba.
Eso no era propio del Monstruo del Armario y el detective continuo con la sospecha de un segundo culpable. Pero tenía que darse prisa, un Monstruo del Armario no era tampoco un visitante adecuado para el parque. Miró por los alrededores de la zona técnica y encontró nuevamente manchas de aceite que fueron haciéndose más pequeñas hasta llegar al último edificio de la zona, que tenía la puerta entreabierta. En su letrero, un aviso importante: ¡Peligro! Alta tensión. Era la zona dedicada a la electricidad del parque y por tanto, no quiso entrar. A su lado, había un pequeño cuarto con algunas cafeteras, una nevera y un microondas. En la puerta se leía: Zona de descanso del personal. En el interior vacío, escuchaba el lejano ruido de un latido. Parecía que alguien se escondía en aquel lugar, pero ¿dónde? A modo de enigma, un mensaje escrito sobre la mesa:

¡Ahí estaba lo qué buscaba! Cruzando la sala y abriendo las puertas de par en par, apareció una tierna mujer mayor, que saludando con la mano y dándole las gracias, afirmaba haberse perdido buscando el aseo para señoras. El detective Papaya, todo cortés, se quitó el sombrero y dejó pasar a la mujer, pese a la insistencia del gamusino, por advertirle que aquello no era normal, sobre todo los dos pies gigantones que tenía aquella señora. Cuando se quiso dar cuenta, el Monstruo del Armario, se la había vuelto a colar, disfrazado de señora y había echado a correr por el interior del parque.
– Se avecina una tarde movida. ¡Vamos a por él!