En la Calle de Salieri, el detective Papaya esperaba a la secretaría Mermelada, que regresaba del Centro Comercial El Cruce, en Villalejana. Entre sus manos, un nuevo reloj despertador. El detective, al ver el nuevo electrodoméstico, exclamó:
– No te va a servir de nada. ¡Volverá a fallar!
– Pero si es nuevo. – Respondió algo indignada, la secretaria Mermelada. – Mis buenos euros me ha costado.
– Los monstruos no entienden de dinero, Agnés. Estoy casi convencido de que estamos ante la presencia de un monstruo, por el eso el detective Piña Colada, está recogiendo pesquisas. Entra, te presentaré a un buen amigo.
En la calle de Salieri, en una pequeña tienda de cristales opacos, vivía un viejo conocido del detective Papaya. Un señor bajito, con delantal de cuero y grandes gafas de cristal grueso, coronaban una cabeza cubierta de pelo blanco y enmarañado. Al verlos cruzar la puerta, se presentó:
– ¡Lucio! ¡Por fin has llegado! Cuando recibí tu llamada, pensé que estabas bromeando. Hace meses que no pasas por aquí. ¡Y traes compañía! ¿De quién se trata? – Se acercó veloz a la puerta, pero les dejó con la palabra en la boca.- Déjame que me presente. Mi nombre es Aristides Foucault, pero Lucio me llama Ari. Lo conozco desde que era un renacuajo y vivía en el Valle de Siempreviva…
– Señor Foucault, un placer. Soy Agnés Mermelada.
– La secretaria Mermelada. – Gritó a pleno pulmón, provocando un pequeño susto en la secretaria. – He oído hablar mucho de usted. ¿Es la afectada por el tema de los relojes? – Lucio asintió con la cabeza.- Pues esperad aquí. Mirad por la tienda. Miraré si en la trastienda tengo lo que necesitáis. – Desapareció detrás de una cortina.
– Muy peculiar el amigo Aristides. ¿O debo llamarlo Ari? ¿Es un relojero?
– Digamos que la relojería era su pasión y al final, se convirtió en su trabajo. ¡Fíjate que gran cantidad de relojes!

Pasaron unos minutos, cuando comenzaron a escuchar ruidos en la trastienda. Cuando preguntaron si necesita ayuda, les gritó:
– ¡No, no! ¡Estoy bien! Simplemente se me ha caído un par de relojes del cuco encima. Pero no os preocupéis. ¿Podrías alcanzarme aquello, Lucio?
– ¿Qué es aquello?
– ¿Aquello? Pues aquello. Eso que está al lado de aquella cosa de allí. ¡Parece mentira que no sepas de qué estoy hablando!
El detective Papaya no entendía muy bien lo que le estaba pidiendo y pidió más explicación:
– Está bien. Lo que quiero es…

Agnés, cogió la referencia a la primera y se acercó a la estantería de detrás del mostrador y encontró un par de llaveros cargados. Se adentró en el interior de la trastienda y se encontró con un millar de relojes de todas las formas y maneras. De cuerda, de pared, de pulsera, de bolsillo, digitales… Algunos eran tan grandes que ocupaban un gran espacio. Se acercó al señor Foucault:
– Aquí tiene señor. ¿Son las que necesitaba?
– Correcto, joven Agnés. Necesitaría que fuera a aquella cómoda de allí y abriera el cajón qué tiene estas letras. – Le entregó un papel manuscrito. – ¿Sabrás entenderlo?
– Por supuesto. – Abrió el papel y miró el revoltijo de letras garabateadas. – Eso está hecho.

¿Qué esconde ese cajón? ¿Por qué necesita el señor Foucault, esas piezas de metal? ¿Qué está buscando en la trastienda?
Continuarà…